jueves, 1 de septiembre de 2011

Fábio Simplicio

Siete meses atrás emprendía rumbo. El destino: Brasil.
País de carnaval, playas, futebol, cachaça y fiestas.
No.
Los treinta y tres días que allí estuve, me dejaron una sensación absolutamente distinta a la que cualquiera pudiera pensar que se llega: vivir la vida con simpleza, para vivir feliz.
No fueron pocas las personas, con las que pude entablar conversación, que de a poco me convencían que su búsqueda de la felicidad se basaba en llevar la bandera de la alegría y la simpleza en la cotidianidad, y no en momentos específicos o preparados.
Ser como eres, no como quieren que seas, como quieres que te vean o como quieren que te veas.

Conocimos, sin meditarlo, a un brasilero que nos dio clases magistrales de amistad. Nos aguantó (la invitación fue su idea) cuatro noches en su casa, nos llevó a visitar lugares que un turista común difícilmente conocería. Nos brindó una mano, una sonrisa, un abrazo. Sin pedir nada a cambio. Nos demostró que aún existe gente que te valora mucho más por lo que eres, no por lo que tienes.

Y es que eso es lo más lindo de tener la posibilidad de viajar. Poder conocer otras culturas, otras formas de vivir. En definitiva, gente que reivindica toda la mugre de la que parece estar infectándose - cada vez con mayor rapidez - el mundo.



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